No es posible construir el Vivir Bien subordinando
la salud de la población y de la Madre Tierra a la generación de ingreso, sea
cual sea su origen.
Debemos dejar la pasividad, si queremos un futuro feliz
para nuestros hijos y nietos.
Y aunque la polémica sobre la inocuidad o
peligrosidad del glifosato todavía está sobre la mesa, cabe preguntarnos ¿vale
la pena correr el riesgo?
¿Cómo se sentiría si comprase un vehículo carísimo
para enterarse poco tiempo después que el mismo se encuentra hipotecado por
deudas?
Esta pregunta, que difícilmente podría referirse
a un hecho real, nos puede servir para tener una idea de cómo deben sentirse
los accionistas de Bayer, la icónica empresa alemana, que el pasado mes de
junio y tras dos años de duras gestiones, adquirió Monsanto por la friolera de 63
mil millones de Dólares Americanos, para darse cuenta, casi enseguida, que el
precio no incluía inmunidad ante los tribunales norteamericanos.
En efecto, solamente a dos meses de haberse
cerrado el negocio, un tribunal de San Francisco, Estados Unidos, ha determinado
que Monsanto, ahora propiedad de Bayer, debe pagar la suma de 289 millones de
Dólares por daños y compensaciones a favor de Dewayne Johnson de 46 años de
edad, quien fuese jardinero de las escuelas de una pequeña ciudad californiana
y que sufre de cáncer terminal de tipo linfoma no-Hodgkin, supuestamente originado
por la exposición continua que tuvo a herbicidas con glifosato durante su
trabajo.
Para Jhonson, quien está desahuciado y que
probablemente no llegue a cumplir los 50 años de vida, quedará el triste consuelo
de legar a su familia un patrimonio que nunca hubiese podido reunir de otra
manera, y la gratitud de miles de nuevos demandantes, quienes ahora cuentan con
la jurisprudencia necesaria para hacer oír sus voces en los tribunales.
Para Bayer, que gracias a este negocio
esperaba obtener ganancias superiores a los mil millones de Dólares anuales a
partir de 2022, queda una costosa lección sobre la ambición: en cuestión de
días el valor de sus acciones cayó en 12% (lo que representa más de 11 mil
millones de Euros), además de que los futuros gastos judiciales y
extrajudiciales por demandas podrían representar unos cuantos miles de millones
más de pérdida para la empresa; a decir de García Lorca “El que quiere arañar
la luna, se arañará el corazón”.
Mientras tanto, la opinión pública y la prensa
internacional, empiezan a recordar las voces de científicos, instituciones y
organizaciones que vienen advirtiendo sobre los posibles efectos nocivos del
glifosato sobre la salud humana, como es el caso de la Agencia Internacional
para la Investigación sobre el Cáncer, dependiente de la Organización Mundial de la Salud, que en 2015
clasificó al glifosato en el Grupo 2A, es decir, probablemente cancerígeno para
los humanos, particularmente en cuanto a los linfomas de tipo no-Hodgkin.
Casualidad o no, desde que el glifosato empezó
a comercializarse en 1974, en Estados Unidos la incidencia de los linfomas no-Hodgkin
sobre la población se ha incrementado paulatinamente, por ejemplo entre 1975 y
2010 este incremento fue de 89.5%, es decir a un ritmo de 2,6% anual. Aparentemente
esto ocurre en casi todo el mundo, incluyendo Bolivia, donde los especialistas han
advertido un incremento de casos de cáncer linfático.
Lo cierto es que ante la creciente evidencia
de los efectos negativos del glifosato, muchos gobiernos están tomando medidas para
restringir su uso, aunque por el momento las prohibiciones y advertencias son
tibias y apuntan sobre todo a su uso en el ámbito urbano (en jardines y plazas)
¿Cuántas evidencias más se necesitan para que los gobiernos por fin prioricen
la salud de la población y el cuidado del medio ambiente?
Pero, ¿cómo andamos en Bolivia?
A pesar del
espíritu de los mandatos constitucionales y legales, al parecer mantenemos la
vieja costumbre de querer aquello que otros rechazan, insistimos en utilizar
transgénicos que demandan el uso de glifosato (como es el caso de la soya
transgénica) bajo el argumento de que de otra manera el negocio de la
producción no es viable.
Actualmente aproximadamente 1,2 millones de hectáreas
de la mejor tierra agrícola del país son utilizadas para la producción de soya,
y se estima que al menos el 90% de la misma es transgénica, resistente al
glifosato.
En términos absolutamente conservadores, esto implica que cada año por
lo menos 3.000 toneladas de sales de glifosato son liberadas en los campos de
cultivo bolivianos, considerando tres aplicaciones del producto por ciclo de
cultivo.
Es deber de las organizaciones sociales, los
investigadores y académicos, las instituciones de la sociedad civil y el pueblo
en general conocer y tomar posición sobre esta problemática, a partir de la
información y el conocimiento.
No es posible construir el Vivir Bien subordinando
la salud de la población y de la Madre Tierra a la generación de ingreso, sea
cual sea su origen. Debemos dejar la pasividad, si queremos un futuro feliz
para nuestros hijos y nietos.
Y aunque la polémica sobre la inocuidad o
peligrosidad del glifosato todavía está sobre la mesa, cabe preguntarnos ¿vale
la pena correr el riesgo?
Y si finalmente se demuestra de manera fehaciente que
el glifosato es un peligro para la salud humana, ¿quién pagará la factura?, ¿cuánto
vale una vida humana?, ¿qué precio le pondremos al futuro de nuestros hijos?
Por el momento solamente Dewayne Johnson puede responder estas preguntas, pero lamentablemente
eso no le salvará la vida.
Fecha: 31/10/2018
(*) Gustavo Clavijo Leaño es Director de CIPCA Altiplano
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