Silvia Ribeiro
Lo mejor de los transgénicos es que en todo el mundo han despertado una enorme reacción en su contra. Aunque las transnacionales que los manejan gastan cientos de millones de dólares en propaganda, corrupción de científicos y gobiernos, para tratar de convencernos de que son inocuos y hasta mejores que las semillas híbridas, no lo logran.
La mayoría de la gente, en cualquier parte del mundo, prefiere no comer transgénicos. Muchos no pueden evitarlo, porque no saben qué alimentos los contienen: las empresas han hecho todo lo posible para que ni siquiera se etiqueten. Pero aún así, la actitud de rechazo continúa, aunque los transgénicos sean impuestos en campo o alimentos, no existe resignación.
Esto podría parecer nimio, pero es una enorme ganancia para nuestro campo, porque no solamente significa prevenir y protegerse de los impactos de los transgénicos, además es un estupendo ejemplo de resistencia a la colonización de la mente. Cuando no aceptamos una situación, aunque sea impuesta por la legalidad o la fuerza, siempre seguiremos buscando la manera de salir de ella. Es una gran diferencia con la llamada “Revolución Verde”, que logró asentar en la mayoría de la gente el mito de que semillas híbridas, agrotóxicos y maquinarias eran señal de progreso y le darían de comer a la humanidad, lo cual nunca sucedió, pero desataron una ola de contaminación, acaparamiento de tierras y desplazamiento de parcelas campesinas.
Junto al rechazo a los transgénicos, crece también una crítica más profunda al sistema alimentario agroindustrial, a las corporaciones que se apropian de nuestros cuerpos y territorios, que nos llenan de tóxicos agua, tierra y alimentos, incluso a la propia tecno-ciencia que les dio origen, no sólo porque haya sido Monsanto que creó el primer transgénico. Hay un cuestionamiento cada vez más extendido a esa tecno-ciencia reduccionista que elimina la complejidad, los factores sociales, culturales, ambientales o cualquier otro que impida convertir su investigación en productos para la ganancia.
Por todos estos factores de críticas crecientes, la industria biotecnológica hace ahora grandes esfuerzos para deslindar a los nuevos transgénicos de la resistencia social. Para empezar tratan de cambiarles el nombre, alegando que por usar otras formas de biotecnología que pueden no insertar nuevo material genético, no son “trans”-génicos.
El término que han elegido para referirse a estas nuevas biotecnologías es “edición genómica”, una forma que quieren que parezca inocua, como cambiar una letra o una palabra en un texto, que pretenden no afectaría gran cosa. Aquí engloban tecnologías, como nucleasas con dedos de zinc (ZFN), nucleasas sintéticas (TALEN), micro ARN, ARN de interferencia o metilación dependiente de ARN y CRISPR, entre otras. No voy a detallar las particularidades de estas técnicas, pero al igual que con los transgénicos, se trata de ingeniería, no de métodos naturales, es manipulación deliberada de la composición genética de seres vivos, sea cortando o desactivando funciones de los genes o agregando otros.
Estas nuevas biotecnologías han ido surgiendo por la búsqueda de nuevas herramientas más eficaces para la manipulación genómica, en su vasta mayoría motivada por el afán de lucro de empresas. De cierta forma son un reconocimiento implícito de lo que siempre hemos dicho sobre la ingeniería genética aplicada a los transgénicos: que es una técnica burda, que no tiene control de las consecuencias que provocan en las interacciones entre los genes, en los organismos o los ecosistemas.
Pero al ser manipulación de genomas, todas esas nuevas biotecnologías conllevan también impactos y consecuencias imprevistos, ya que el conocimiento sobre las funciones de los genes y sus interacciones siguen teniendo grandes vacíos.
(Foto: Vandana Shiva, científica, ambientalista, activista de la India)
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